Fray Domingo Ereño |
Domingo Ereño y Larrea nació en tierras de Vizcaya en 1811. Cursó sus
estudios iniciales en Bilbao y en 1827 vistió los hábitos de Carmelita.
Problemas derivados de las guerras civiles españolas lo decidieron a emigrar a
América. En abril de 1842 arribó a nuestra capital junto con su hermana Carmen.
Muy pronto entró a desempeñar el cargo de teniente cura en la Iglesia del Cordón y más tarde en la del Reducto. Se le describe como de mediana estatura, pero de rasgos gruesos y fuertes de campesino curtido y sano. Durante la Guerra Grande, a poco de iniciado el asedio de Montevideo, se produjo el pasaje en forma masiva del batallón de vascos denominado “Aguerridos” hacia tiendas de Oribe.
Sospechando de la posible incidencia en el hecho, del coterráneo del Reducto, las autoridades militares coloradas hicieron comparecer un par de veces a Don Domingo a punta de bayoneta a la cárcel capitalina, quedando la segunda vez detenido durante seis días. Visto el cariz que tomaban las cosas, consiguió ser trasladado a “La Mauricia”,- así denominada por ser propiedad de doña Mauricia Batalla – en lo que hoy es Asilo y Pernas y entonces era el pueblo del Cardal, en pleno campo sitiador. Uno de los primeros bautizos que allí hará será el de un hijo de su hermana Carmen, casada con el vasco Pedro Aramburú, quien llevará su propio nombre: Domingo.
Fue así que, al decir de Magariños de Mello (“El Gobierno del Cerrito”), “…fray Domingo abrazó la causa del Cerrito con pasión, porque su carácter no admitía las medias tintas, uniéndole al presidente Oribe una fervorosa adhesión”. Sin perjuicio de una famosa “trenzada” en 1847 que los mantuvo más de un mes incomunicados, ya que ninguno quería ceder, y tras lo cual el Presidente tuvo que ir a disculparse personalmente, porque su párroco y capellán, como vasco de ley, no aflojaba ni abajo del agua si se creía asistido de la razón.
373 parejas unió en matrimonio don Domingo en “La Mauricia”, siendo una de las de más destaque la del joven y talentoso canciller Carlos Gerónimo Villademoros con Elisa Maturana, que el propio Presidente apadrinó. También fue padrino Oribe de la de su Ayudante, el capitán Leandro Gómez con Faustina Lenguas… y ya veremos el extraño destino que ha de vincular años después al novio y al cura.
SAN AGUSTÍN.- Pero “La Mauricia” empezó a resultar muy pequeña para la creciente población de la villa, muy acrecida por la emigración montevideana. Es así que en terrenos donados por Tomás Basañez y a instancias de Ereño, hará erigir Oribe el templo de San Agustín. Para la iniciación de la obra Ereño invitó a toda la villa, y según su sobrino y biógrafo Domingo Aramburú, “…una vez reunido un numeroso pueblo, les dirigió una alocución y tomando en seguida un pico, comenzó él mismo a abrir los cimientos”. Su mano de obra principal fueron sus coterráneos del batallón “Aguerridos” de Artagaveytia, conocidos ahora como “Voluntarios de Oribe”.
Confirma el escritor Dr. Luis Bonavita (“Aguafuertes de la Restauración”) el entusiasmo derrochado por don Domingo en su soñada obra, donde hizo “el rol de sobrestante, mayordomo, ecónomo, síndico, tesorero, recaudador, pagador y contador”. El templo se inauguró el 12 de octubre de 1849, cuando ya el Cardal había pasado a llamarse Villa Restauración.
A CABALLO ENTRE LAS BALAS.- Pero además de cura párroco en “La Mauricia” y de “San Agustín”, el incansable vasco desempeñaba también el papel de Capellán del ejército.
Nos refiere Aramburú:
“Durante toda la guerra Ereño pasó con el caballo ensillado día y noche, para atender no sólo a su parroquia sino también las necesidades del ejército y principalmente a los hospitales de sangre. En la inmensa línea que abrazaba el sitio, fue necesario que desplegase toda la energía de su carácter para poder asistir a todas las guerrillas y combates que se dieron, y no solamente prestó a los heridos auxilios espirituales sino también personales, vendando sus heridas y sacándolos en ancas de su caballo de en medio del fuego, y esto sin distinción de colores, ya fuesen blancos o colorados. Muchas veces en los desastres se le vió quedar atrás para recoger a los heridos que iban a caer en poder del enemigo; y en los sucesos felices disputar rebenque en mano, la vida de los heridos enemigos que a veces la soldadesca vengativa quería ultimar. De una sola vez, ayudado por el Comandante García, salvó veinte y tantos heridos enemigos y después de acomodarlos en carretillas, él mismo los condujo al hospital.
El ejército todo adoraba a Ereño porque veía en él un sacerdote verdaderamente cristiano y un hombre de sacrificios. Sin que implique un cargo para nadie, encrudecida la guerra, todos los sacerdotes que al principio estaban en la línea, huyeron del peligro. Otros estaban en el extranjero mirando de lejos morir a sus compatriotas sin los auxilios de la Religión. Sólo Ereño permaneció al firme durante toda la guerra; y el estampido del cañón, los ayes de las víctimas y el peligro personal, le recordaban a cada paso el aviso del evangelio: “Porro unum est necessarium”.
Confirma todo esto Francisco Solano Antuña en su “Diario”, en cuya anotación de un 20 de febrero se lee: “Muy grande tiroteo se siente hacia el centro de las líneas, de fusil y de cañón. Nuestro valiente cura Ereño va para allá a media rienda como acostumbra, para meterse en el medio del fuego cuando ve caer a alguno de los nuestros.”
Volvemos a Magariños de Mello:
“Era natural que, apenas caído el gobierno del Cerrito, Ereño fuera blanco de toda clase de maquinaciones de sus adversarios políticos. Fueron los más encarnizados los que vestían sotana”.
Toda la Villa Restauración, ahora rebautizada por los colorados “La Unión” se levanta como un solo hombre en defensa de su cura y contra quienes habían olvidado “…su pobre rebaño, haciéndonos el favor de no querer habitar entre cardos y pitas”. Y elevan un petitorio a las autoridades eclesiásticas rogando “que no se les prive de su pastor”. Dos años persiste ese tira y afloje entre la Curia y el pueblo de la ex capital oribista, monolíticamente identificado en torno a la persona de su párroco.
EL ZORRO EN EL GALLINERO.- El golpe militar del 18 de julio de 1853, orquestado por los generales Melchor Pacheco y César Díaz, estalla en pleno festejo patrio den la plaza de la Constitución. Súbitamente la tropa de línea abre el fuego traicionera y alevosamente sobre los batallones de Guardias Nacionales que, por órdenes superiores habían concurrido únicamente con municiones de salvas.
“Como la Guardia Nacional estaba integrada por 150 vecinos de la Unión, éstos, al verse agredidos prorrumpieron en ¡vivas! a Oribe” (Elisa Silva Cazet). Su comandante, el coronel Pantaleón Pérez, ordena calar bayoneta y contratacar, pero los soldados-ciudadanos son diezmados por el fuego cruzado, estratégicamente previsto, de los batallones de línea de los coroneles Solsona y De Palleja. Dispersados, varias decenas son ultimados a bala y bayoneta.
Hacía tiempo que todo Montevideo comentaba hasta con lujo de detalles la inminencia del golpe. Ya en mayo, rompiendo su abstinencia política, Oribe suministró indicios ciertos al Ministro de Guerra Brito del Pino. A comienzos de julio escribía a su ex secretario Iturriaga: “Si hay algo, como no lo dudo, seré yo la primer persona que hagan desaparecer, como dijo César Díaz”. Y cuando Venancio Flores, nuevo Ministro de Guerra, le autorice una guardia personal de hasta veinte hombres, Oribe la rechazará con altivez porque “…aún esa custodia de mi persona podía ser censurada y servir como pretexto de agitación”.
Es que el irresoluto Giró ha creído conjurar la tormenta sometiéndose a la imposición de la designación de don Venancio a tan importante cargo. O sea, el zorro como guardián del gallinero.
… Y CON EL MAZO DANDO.- Llegada la noticia de los hechos a La Unión, ahora inerme sin su Guardia, fray Domingo decide defender la institucionalidad avasallada. Monta a caballo y recorre la población, exhortando a sus feligreses a acantonarse en las azoteas con las armas de que puedan disponer, y él hace lo propio con diez hombres de su confianza en los techos de San Agustín. Cuando llega el batallón con el comandante Latorre y se encuentra con ese sorprendente panorama, exige la entrega inmediata del pueblo bajo la amenaza de que , a la menor resistencia “…ese día sería el último de Ereño y todos los blanquillos” (Aramburú).
El cura contesta que no están dispuestos a ceder ante los atropelladores de la legalidad. Latorre manda consultar a sus superiores quienes, astutamente, señalan que están equivocados, que no existe ninguna ilegalidad, pues Giró sigue siendo el presidente. Ereño no presta crédito a las palabras de tales jefes y éstos deben enviar un chasque hasta casa de gobierno, trayendo una orden del disminuido mandatario solicitando la entrega de la villa. Ereño accede, aunque receloso, y las tropas “legales” proceden a la ocupación con el mayor orden según Aramburú. “…y sin cometer los atentados anunciados gracias a la actitud respetable que el pueblo tomó, influenciado por el carácter enérgico de su querido cura”.
Con respecto a los procederes no muy ortodoxos de su extraordinario tío, agrega: “Todo hombre sin excepción alguna, debe interesarse y tomar parte en los asuntos públicos; solamente dejan de hacerlo aquellos corazones fríos que se mueven sólo a impulso del interés particular, del despreciable egoísmo”. O como más sintéticamente reafirma Magariños, “Ereño, era la Iglesia militante, no la contemplativa”.
Pero con aquella actitud, el cura de San Agustín había sellado su destino. La Curia, por boca del Provisor José Joaquín Reina, abrirá el fuego sobre él “…por su conducta poco eclesiástica, por su exaltación de principios, porque no ha perdonado medio alguno para anarquizar al pueblo de La Unión”. Y hasta de ladrón acusa a quien había pasado dando todo de sí. Indignados, los vecinos de la villa en alegato público, desmenuzan un a uno los cargos en defensa del hombre que había mantenido “…siempre abierta su casa y su bolsa para quien quisiera aprovecharse de ellas… el hombre a cuyas puertas jamás clamaba inútilmente el infeliz” Pero, acota Magariños, “…tampoco los hombres del motín habían de perdonarle la jugada”.
En setiembre Giró acepta que Flores –designado recientemente Ministro de Guerra para apaciguar (!) a los colorados – decrete el destierro de Oribe fuera del Río de la Plata y no a Entre Ríos como éste pretendía (17.9.853). Así, una vez eliminado el único apoyo cierto a que pudo haber apelado, Giró se decide solicitar dicha ayuda, ¡Incluso Andrés Lamas mediante… al Brasil! La que lógica y –afortunadamente- le será denegada. Sólo la cándida ideología fusionista derivada del nefasto 8 de octubre de 1851, de la que tanto Giró como su ministro Berro habían sido impregnados por aquel genio diabólico de Andrés Lamas, pudo hacerles esperar una respuesta favorable a tan desatinada solicitud. El día 24 ya el desvalido Presidente se asila en la legación francesa, desde donde será trasladado a un buque de dicha nacionalidad, mientras Flores se ubica en el poder, tras la pantalla del jamás integrado Triunvirato.
Plenamente confirmada así la advertencia de Oribe a Giró de que “… los agitadores sólo esperan mi salida para echarlo del país”.
EL TURNO DEL CURA.- A las 48 hs de instalado el flamante dictador, recibe la visita del Provisor José Joaquín Reina para ofrecerle “su patriotismo y sus sacrificios” y para solicitarle el destierro de Ereño.
Tenaces gestiones llevaron a cabo los vecinos de La Unión cuando se enteraron del atentado en ciernes –que incluso llegaron a hacer titubear a Flores- pero finalmente éste decretó el destierro.
Fernández Saldaña (colorado) justifica: “Fanático partidario de Oribe, en diciembre de 1853 el Gobierno lo extrañó del país por la exaltación de sus opiniones, que lo tornaban elemento peligroso para la tranquilidad pública. El alejamiento forzado de Oribe fue lo que determinó esa actitud belicosa de Ereño, a quien un comisario de policía hizo presente que en término de horas debía abandonar la República”.
Luis Bonavita (batllista) aplaude: “No tenía otro camino el general Flores que alejarlo para siempre de Montevideo. Era peligroso tenerlo cerca. Había que desterrarlo y lo hizo. Fue lo mejor. Para la tranquilidad pública era un suicidio dejarlo en el país”. Que en tales casos no hay como un destierrito vitalicio para solucionar tan fastidiosos problemas.
Pero más adelante agregará: “Cuando el cura Conde, remplazando a Ereño, empezó a predicar en la Unión con su palabra altisonante y su gesto bizarro, lo hizo ante un templo vacío…”. Tácito plebiscito de la ex -capital oribista.
Al mes siguiente, 684 firmas –prácticamente todo mayor de edad de la Unión- refrendan un petitorio a Flores solicitando la reposición de su párroco y que aquél, lógicamente, desechará. Don Domingo tendrá que permanecer en su exilio de Entre Ríos.
LA CONCIENCIA MARCA EL RUMBO.- Urquiza, amo y señor de la provincia lo ha recibido con esplendidez, conocedor de los positivos méritos del cura. Podrá elegir la parroquia que guste: Paraná, capital provincial, Gualeguaychú, Concordia o Concepción, la favorita del Gobernador, en cuyas cercanías ha levantado su suntuoso palacio “San José”. Cualquiera pues, excepto, claro está, Villaguay.
Porque dicho pueblo, aparte de su escasa importancia, está bajo la férula despótica del general Velázquez, conocido como “El Tigre de Montiel”, quien no admite cura ni nadie que vaya a disputarle influencias en su feudo: al cura Cotelo, “hombre virtuoso y sacerdote ejemplar”, lo hizo asesinar por un tal Villanueva; y al cura Bequi, que se atrevió a reemplazarlo, lo sacó de la parroquia y, según Aramburú, “…le remachó una barra de grillos y lo hizo montar sobre un redomón que le causó varios golpes terribles”, marchándose del pueblo. Urquiza hace la vista gorda porque es uno de sus mejores guerreros.
Ereño no cabe en sí de indignación. ¿Un caudillejo cerril haciendo escarnio de los ministros del Señor e impidiendo la prédica de su doctrina! ¿Y el Gobernador tolera semejantes atropellos por el mero hecho de que el tal sujeto es más experto que ninguno en despanzurrar prójimos? Ya nadie logra disuadirlo. Su elección está decidida. Su conciencia le ha señalado un destino: ¡Villaguay!
Las topadas iniciales han de haber sido dignas de un relato que, lamentablemente Aramburú no detalla. Aunque refiere que actuando con marcada energía y con suavidad, “según los casos”, logró salvar varias vidas de las garras del Tigre, entre ellas las de los señores Martiniano Leguizamón y Santiago Arteaga, ganando Villaguay “en la efectividad de las garantías individuales, que recién desde entonces puede decirse que tuvieron significación”. En lugar del ranchujo que había por parroquia, levantó “…un edificio de material muy decente y también un cementerio de una cuadra cuadrada, todo cercado de una pared sólida y muy ancha”.
Al año y medio de su estada en Villaguay fallece el párroco de Concepción. Ahora sí, el Gobernador quiere a Ereño junto a él, no tanto como párroco sino también como Rector del importante Colegio –aún hoy vigente- que acaba de levantar frente a la arbolada plaza de su ciudad. Pero fray Domingo se halla realmente entusiasmado haciendo obra muy positiva en su pueblito semisalvaje, y Urquiza tiene que tirarle otra carnada muy tentadora: levantarán una gran iglesia en Concepción.
Dice Aramburú: “Cuando se supo en Villaguay que Ereño iba a ser nombrado cura de Concepción, un gran sentimiento se apoderó de todos y el general Velázquez (¡el Tigre!) llegó a cambiar notas muy fuertes con el general Urquiza por dicho motivo”.
A principios de noviembre de 1856, a dos escasos de su destierro, Ereño se encarga de la parroquia de Concepción y de asesorar en diversos aspectos de la construcción del nuevo templo.
SOLTANDO EL BOCADO.- Mientras tanto, a fines de agosto de 1855, al regreso de su exilio español, Oribe había encontrado un panorama realmente caótico en Montevideo: el gobernador Flores había sido obligado a escapar hacia las afueras de la capital por sus correligionarios “conservadores” liderados por el Dr. José Ma. Muñoz y los regimientos que comanda el general Lorenzo Batlle. Pero la carta de triunfo de los insurrectos es el contingente de 5.000 brasileros acampados desde hace un año en el Cerrito para apoyar a Flores contra los blancos, y que el ministro imperial ha decidido poner ahora del lado de los noveles enemigos del caudillo, quienes parecen satisfacer más cumplidamente los intereses del Brasil.
Entre tanto, el pueblo blanco, los viejos combatientes del Cerrito, comienzan a movilizarse y aguardan órdenes – que intuyen salvadoras- de aquel recién llegado, ya avejentado por la tuberculosis, extraño caudillo a pesar suyo. El fiel de la balanza se halla providencialmente en sus manos. No obstante sus dos años de ausencia, él aquilata lúcidamente la situación y rectifica el rumbo errado de sus correligionarios doctorales, quienes en su totalidad apoyaban a los colorados conservadores, porque como dice Stewart Vargas, “… de tanto mirar a lo alto no veían nada de los problemas de la realidad”. Porque el peligro mayor no es ni Flores ni los conservadores, sino los brasileros.
Pues el poderoso Vizconde de Abaeté ya sería “de la idea de llamar 14.000 hombres más para ocuparnos del todo; esas fuerzas ya estarían en camino. Finalmente, Montevideo estaba seguro de que Oribe organizaba un ejército en la Unión” (Alfredo Lepro, “Años de Forja” ps. 64/65).
Y Oribe propone a Flores, su desterrador, un programa de gobierno de seis puntos que éste acepta. Es el pacto de la Unión. Las fuerzas populares –la “chusma” según las define sarmientescamente Manuel Herrera y Obes – avanzan sobre la capital, copan la plaza Constitución y tras 17 horas de lucha, conservadores y ejército “…tuvieron que rendirse ante el ultimátum que les dirigió Oribe, quien les dio 15 minutos para deponer las armas, amenazándolos, de no aceptarlo, con abrasarlos”, según nos relata el Encargado de Negocios de Francia, Martín Maillefer, testigo y en cierto modo también protagonista de los sucesos (“Revista Histórica Nº 18).
Al otro día los brasileros comienzan a levantar sus campamentos y a las 48 horas inician el retorno hacia su país. Muy gráficamente anota Stewart Vargas: “El Imperio había soltado el bocado”.
BREVE RETORNO.- Oribe propone ahora a Flores un candidato presidencial, Gabriel A. Pereira, que Flores acepta desechando el propio, Francisco Agell.
El nuevo presidente, de origen colorado, actuará con absoluta independencia de sus “padrinos”, imponiendo la más estricta e intransigente política de fusión.
Flores pronto se disgusta con él y se marcha a Entre Ríos. Lleva consigo a un hijo de doce años, cuya educación confía a manos de otro de sus desterrados, Ereño, seguro de la grandeza de alma de quien tantos motivos de rencor podía guardarle. Y casualidad o no, ¿quién puede dudar que fue Eduardo Flores, por lejos y en todo sentido, el más destacado de los hijos del caudillo?
Muerto Oribe en noviembre de 1857, al mes siguiente Ereño vuelve por única y última vez a Montevideo, sin duda, como dice Bonavita, a rendir postrer homenaje “al cadáver de su ídolo”. Seguramente ahí conoció al presidente Pereira, quien había hecho brindar al prócer desaparecido los más espléndidos funerales, algo que, obviamente, ha de haberle granjeado las simpatías del cura. Vuelto a Concepción, donde los colorados conservadores traman el derrocamiento de su independizado ex correligionario, Ereño se convierte en el más eficiente agente del contraespionaje del gobierno oriental.
Dice Augusto Schulkin en su “Paysandú” (ficha biográfica de Ambrosio Sandes):
“En julio de 1858, Ereño fiscalizaba prácticamente todas las reuniones por interpósito sujeto a sueldo al que encargó puntual asistencia a las mismas. La astucia organizada del cura llegó a controlar todo. Preparada la trampa se llegó a límites inauditos, al punto que un tal Olave, pariente de Ereño, era el encargado de leer y contestar la correspondencia”.
PAYSANDÚ … Y EL FINAL.- Terminadas las chirinadas conservadoras y el mandato legal de Pereira, serán ahora los floristas quienes se levanten en armas contra su sucesor constitucional.
Dice Aramburú:
“Durante la inicua guerra promovida por el general Flores contra el gobierno ejemplar del Dr. Berro, Ereño prestó importantísimos servicios a la causa del orden. Fue de los primeros que tuvo conocimiento de la invasión que iba a realizarse; dio repetidos avisos al Gobierno pero, desgraciadamente, éste no dio importancia a la revolución que se estaba armando hasta que no la vio bastante fuerte pisando territorio oriental”. Y respecto al asedio de Paysandú agrega: “Durante todo el sitio, día y noche, trabajó asiduamente por ayudar al puñado de valientes que sobre un montón de ruinas estaba defendiendo el honor de su patria. En correspondencia constante con Leandro Gómez, más de un aviso importante le hizo pasar a la plaza, burlando la vigilancia de los sitiadores; hizo llegar a los sitiados oportunamente socoros: los últimos fulminantes que sirvieron a la defensa fueron enviados por Ereño”. Y caída la ciudad heroica, nos narra su sobrino que la casa de Ereño se convirtió en una especie de cuartel y hospital de los emigrados, “prestándoles socorros pecuniarios y personales de toda clase”.
Volvemos al Dr. Bonavita: “El fusilamiento ignominioso de los héroes de Paysandú sucedió a la caída de la ciudad. Ereño pareció enloquecer. Tristemente se consoló cuando desde la ciudad mártir le enviaron, descarnados por el Dr. Mongrell, los gloriosos restos de Leandro Gómez que él mantuvo en su residencia hasta que, obligado a marchar a Buenos Aires, transfirió a su pariente Pedro Aramburú”. ¡Cómo no habrá recordado al recibir en sus manos aquella reliquia, el día en que en “La Mauricia” bendijo la unión del entonces Capitán ayudante del presidente Oribe con Faustina Lenguas en 1848!
¿Cuál fue la causa de la ruptura entre Urquiza y Ereño? Es muy fácil imaginarla, si bien Aramburú, en la última frase completa de manuscrito trunco, apenas levanta una punta de la manta: “Desde la batalla de Pavón, Ereño quedó bastante desilusionado del Gral. Urquiza”. “Sin duda que don Domingo habrá sabido además, del cínico desinterés de éste por la suerte del Chacho, noble mártir de la causa federal. Y habrá intuido, al menos en parte, su gran traición a Paysandú, olvidando sus promesas de ayuda cuando el brasilero Manoel Osorio puso sobre la mesa contantes y sonantes argumentos, que el historiador Pandiá Calógeras resume así: “Urquiza tenha pela fortuna amor inmoderado; o general Osorio conhecía-lhe o fraco e deliberou servir déle”.
Y el vasco sin pelos en la lengua, irá a su último exilio, Buenos Aires, donde morirá de fiebre amarilla en 1871. Sus restos afortunadamente, descansan en la actual Iglesia de San Agustín, levantada en el mismo sitio de la que él construyó y que fue demolida en 1913. Trasunta su extrañeza y protesta el Dr. Bonavita cuando establece: “Todavía estaba en perfectas condiciones. Se levantó en su lugar un nuevo templo que no tiene ni cerca los elementos artísticos de la vieja iglesia”.
LAS SOMBRAS Y LA LUZ.- Las razones que parecían intrigar al Dr. Bonavita respecto a las causas que determinaron la demolición de la villa “San Agustín”, creemos intuirlas: borra la memoria del cura de Oribe y de la causa que con tanta pasión abrazó en medio de aquella población que lo veneraba y a la que se quería empezar a “colonizar” políticamente. ¿Acaso no fue nada menos que un Presidente de la República, el denominado “civilista” Dr. Julio Herrera y Obes (“jefe supremo de los matones políticos y de los basureros armados a rémington” como también alguien lo definió) quien organizó personalmente en noviembre de 1891 el atentado criminal contra la “Asociación Mutualista del Partido Nacional” instalada en la Unión? Allí fueron asesinados su presidente el Dr. Pantaleón Pérez (hijo del coronel del mismo nombre que comandaba las guardias nacionales masacrados en el atentado de la plaza Matriz) y media docena de otros blancos conspicuos de la villa.
Se adujo que la primitiva iglesia levantada en 1847 bajo la dirección de los prestigiosos constructores Fontgibel y Mayol –quienes inmediatamente después se abocaron a levantar el “Colegio” (hoy Hospital Pasteur)- se hallaba casi en ruinas a cincuenta y tantos años de erigida, contradiciendo el importante testimonio del Dr. Bonavita.
También se argumenta que se echó abajo porque ya resultaba chica para la creciente población de la Unión. Sería realmente un hecho inédito el demoler una iglesia por dicha razón, como quien deshecha los zapatos de un niño porque le están quedando chicos. ¿Es que no habían terrenos baldíos de sobra en la Unión para levantar otra sin demoler la existente? Con criterio tan extraño, no quedarían iglesias antiguas en el mundo, ya que es harto sabido que los centros poblados vienen creciendo a ritmo vertiginoso desde mucho ha.
Resulta pues natural y lícito, a falta de argumentos convincentes, apelar a los antecedentes. Máxime cuando éstos de encuentran ahí nomás, a escasas cuadras, donde se alzaba la vieja capilla “Mauricia”, la pionera de Ereño, que el odio sectario pretendió convertir en caballeriza.
Pero si alguna duda quedare, qué mejor complemento para nuestra teoría que lo sucedido a la placa de mármol que señalaba el sepulcro de Ereño en la primitiva iglesia y que, demolida ésta, fue arrumbada en un depósito “por razones políticas” como nos afirma una de las actuales autoridades de la misma; y agrega nuestro entrevistado que la placa fue reinstalada “por iniciativa nuestra” el 12 de octubre de 1987, ¡hace menos de un año! Gracias a que una mano piadosa y anónima grabó oportunamente una pequeña crucecita en una baldosa de una parte intocada del piso del antiguo templo, frustrando el intento de sumir en eterno olvido el lugar en que reposan los restos del noble cura de “San Agustín”.
JORGE PELFORT
“LÍNEA BLANCA” Nº 3
Diciembre de 1986
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