La Bandera Federal flameó en Arroyo Grande |
Cara,
muy cara, le salió al general unitario porteño Juan Lavalle su complicidad en
el derrocamiento del presidente Oribe. Éste, poco tiempo después –pese al
poderoso apoyo de la artillería naval francesa- lo derrotará en Sauce Grande
(Entre Ríos) y, siempre tras él lo aplastará en Quebracho Herrado (Córdoba), y
liquidará definitivamente su ejército en Famaillá (Tucumán).
Mas otro foco unitario de rebelión contra la Confederación Argentina surge ahora en Entre Ríos. Rivera, aliado con Ferré, gobernador de Corrientes, única provincia mayoritariamente antirrosista, y las minorías unitarias de Santa Fe y Entre Ríos – representadas por los generales Juan Pablo López (“Mascarilla”) y el cordobés José María Paz- firman el Tratado de Galarza que crea la llamada Liga del Litoral o Pacto Cuadrilátero, que otorgaba a don Frutos la dirección de la guerra contra el gobierno de Rosas. Paz queda así radiado de la escena, dada la notoria inquina que se profesaban con Rivera y que hará eclosión poco después entre los muros de Montevideo.
En rápida marcha hacia su nuevo objetivo, Oribe entra a Santa Fe y derrota a López, quien se repliega con sus fuerzas sobre el río Uruguay, conjuntándose con sus aliados orientales, correntinos y entrerrianos, éstos, tras el retiro meramente personal de Paz, al mando ahora del general Elías Galván.
En la oportunidad, López lanza una proclama que manifiesta sin ambages sus intenciones, en caso de triunfar en la inminente batalla: “¡Soldados: os invito a tomar la más justa de las venganzas…no deis cuartel a ningún salvaje de las hordas de Rosas…guerra a muerte, compatriotas, que estáis justificados ante las naciones civilizadas del Universo…!” (E. Acevedo. “Anales” II).
La prensa montevideana apoyó calurosamente tales expresiones: “Así es como se debe hablar a los pueblos…el lenguaje del señor López es el único en que se debe hablar a los patriotas en armas” (“El Nacional”).
Por su parte, Rivera ya se había expedido respecto al trato a dispensar al enemigo. Por carta a su yerno el coronel Santiago Lavandera, fechada en Melilla (15.8.842) encarecíale al coronel compatriota Luciano Blanco que “…no me ha de dejar vivos cuantos blanquillos anden por esos mundos de Entre Ríos” (Aquiles Oribe, “Manuel Oribe”). Idea que le obsesionará hasta los últimos días de su vida.
LOS ORIENTALES DEL EJÉRCITO UNIDO
Según Mateo Magariños (“El gobierno del Cerrito”), venían integrando la Plana Mayor de la División Oriental del Ejército Unido de Vanguardia al mando de Oribe, muy significativas figuras como el brigadier general Juan Antonio Lavalleja, su tío el coronel Andrés Latorre (quien escoltó a Artigas hasta el Paraguay y lo aguardó cinco años en Santa Fe, hasta la Cruzada de 1825 y su compañero de los “33” el teniente coronel Atanasio Sierra. También el coronel Leonardo Olivera, héroe de Santa Teresa, el Chuy e Ituzaingó. Con ellos el coronel Juan Andrés Ramírez de Arellano, montevideano que había luchado por la independencia de Chile en Chacabuco, Talcahuano, Cancha Rayada y Maipú, y luego por la nuestra en toda la campaña del Brasil. Integraba también dicha Plana Mayor el coronel Gregorio Pérez, quien se destacara en las batallas de El Cerrito, Sarandí e Ituzaingó y fuera luego edecán del presidente Oribe.
Dentro de la División Oriental, comandaba a los dragones de la “Legión Fidelidad” el teniente coronel Diego Lamas, quien había hecho la campaña argentina de Oribe al frente de dicho cuerpo. Al mando del escuadrón oriental revistaba el teniente coronel Lucas Moreno, juvenil secretario de la Sala de Representantes desde 1825 al 30, y luego destacado capitán en Carpintería, según señala el parte del vencedor de dicha batalla, general Ignacio Oribe. Como no podía ser de otra manera, las milicias de Tacuarembó venían tras su caudillo, el carolino Juan Venancio Valdés, aquel que al comenzar la batalla de Sauce Grande desafió en duelo individual al jefe unitario que tenía en frente, el que “…en el primer encontrón salió de su caballo por las ancas” (Magariños, o.c.). Y abreviando, al frente de la milicias de Soriano –secundado por otro de los “33”, Santiago Gadea- el teniente coronel doloreño Tomás Gómez. Don Tomás no se perdió ninguna: a los 17 años peleó en la Colla y Paso del Rey, y en Las Piedras junto a Artigas; poco después en El Cerrito junto a Rondeau, y con éste siguió combatiendo godos hasta el Alto Perú. En 1825 estaba arrimando la caballada para los “33” cuando Frutos lo obligó a escapar a duras penas hacia Buenos Aires. De allí volverá justito para desbaratar a sablazo limpio con sólo 25 hombres un ataque brasilero contra Colonia; después de la independencia hizo junto a Oribe la campaña argentina y la Guerra Grande, y ya septuagenario, defendió Paysandú junto a Leandro Gómez. Todo un récord. Cuando, prisionero, lo llevaron ante Flores (de los pocos que le llevaron) éste, que muchas veces lo había encontrado en campo enemigo, no pudo menos que exclamar estupefacto: “¡Cómo! ¡También por acá!” Y ordenó soltarlo. De Arroyo Grande saldrá herido de un balazo.
En cuanto a la infantería oriental en el ejército federal, estaba constituida por el batallón “Defensores de la Independencia Oriental” al mando del teniente coronel Marcos Rincón (alférez en Ituzaingó) cuya “…rápida carrera sobre las baterías rivales de la derecha” comenzará a definir el triunfo federal en Arroyo Grande.
Era jefe de Estado Mayor del Ejército Unido, el coronel Francisco Lasala Oribe, sobrino de Don Manuel, mientras dos poderosas columnas de caballería del mismo, estaban al mando de los generales compatriotas Servando Gómez e Ignacio Oribe, ambos de conocida actuación en las luchas independentistas. A órdenes inmediatas del primero, el coronel Constancio Quinteros, quien tuvo el rarísimo privilegio de pelear en Sarandí, Ituzaingó y las Misiones. Como Comandante del Parque del Ejército Unido, también un oriental, el coronel Antonio Acuña. Terminando, señalemos que entre los diez ayudantes del General en Jefe revistaba el entonces capitán Leandro Gómez.
Y cabe a esta altura hacer la reflexión de que se requiere andar algo confundido de entendederas para creer en la zarandeada patraña de que hombres tales, venían con la traicionera intención de poner nuestra soberanía a los pies de su ineludible y leal aliado, don Juan Manuel de Rosas.
LOS ORIENTALES DEL EJÉRCITO DE LA LIGA
El ejército comandado por Rivera tenía como Jefe de Estado Mayor a su compatriota, el general Félix Aguiar. Contaba dicha coalición, según Acevedo (o.c.) con 7.500 efectivos, siendo 2.000 de ellos orientales. Estos últimos tenían al mando de su infantería a los ya mencionados coroneles Blanco y Lavandera, mientras que formaban al frente de la caballería los coroneles Fortunato Silva y Bernardino Báez (paraguayo), revistando con ellos acreditados jefes como los tenientes coroneles Fortunato Mieres y Fausto Aguilar, afamado lancero quien llegará a acceder al grado de brigadier general. La artillería de la división oriental será comandada por el coronel Martiniano Chilavert (porteño), veterano de Ituzaingó que, cuando Brasil entre en guerra con su país, pasará a filas de Rosas y prisionero en Caseros, será acusado de traidor y muerto a bala, sable y bayoneta.
Dos divisiones correntinas, una santafecina y una entrerriana, completaban el ejército al mando de Rivera.
Esta proporción similar de elementos orientales en ambos ejércitos, desnuda la falacia en que se ha incurrido con reiteración por muchos historiadores al nominar como “oriental” o “nacional” al de la Liga Cuadrilátera. Cederemos la palabra para la descripción de la batalla a ese curiosísimo unitario-rosista que fue Adolfo Saldías en su conocida “Historia de la Confederación Argentina”.
“De su parte Oribe se movió de su campo de Las Conchillas y el 5 de diciembre se situó a poco más de dos leguas de las puntas del Arroyo Grande. Al sur de este punto se encontraba Rivera cuando fuerzas de su vanguardia, al mando del Coronel Báez, le dieron parte de la proximidad del enemigo. Aunque esto debió sorprenderle demasiado, Rivera se preparó a la batalla corriéndose a su derecha y apoyando la cabeza de esta ala sobre el mismo Arroyo Grande. Contaba su línea de 8.000 soldados, 2.000 de Infantería, 5.500 de caballería y 16 cañones, así colocados: Derecha, las divisiones orientales y algunos correntinos al mando de los generales Aguiar y Avalos; Centro, la artillería y brigadas de Infantería a ambos flancos, al mando de los coroneles Chilavert, Lavandera y Blanco; Izquierda, la caballería correntina, santafecina y entrerriana al mando de los generales Ramírez, López y Galván (extrañamente omite a la caballería oriental: dos escuadrones en el ala derecha y uno en la izquierda).
El ejército de Oribe, fuerte de 8.500 hombres, se corrió sobre su izquierda, ocultándose este movimiento con las maniobras de la caballería de vanguardia y quedó formado así: Derecha, divisiones de caballería al mando de los coroneles Granada, Bustos, González, Bárcena y Galarza, y una columna flanqueadora mandada por el general Ignacio Oribe, todo a las órdenes del general Urquiza; Centro, brigada de artillería al mando de los mayores Carbone y Castro (15 cañones y dos obuses); los batallones mandados por los coroneles Costa, Maza, Rincón, Domínguez y Ramos, todo a las órdenes de los coroneles Laprida y Sosa, comandantes Lamela, Arias, Albornoz y Frías, bajo las órdenes del coronel José María Flores; una columna flanqueadora a cargo de general Servando Gómez.
La batalla se inició en las primeras horas de la mañana del 6 de diciembre… La carga de las caballerías de Rivera fue bien sostenida al principio aunque algunos escuadrones de la izquierda federal se desorganizaron, envolviendo consigo otras fuerzas. Pero Oribe lanzó sus reservas sobre los extremos, izquierdo y derecho de Rivera y, toda esa enorme masa de caballería que se confundió en sangriento torbellino, quedó reducida después de media hora a la que formaba las filas clareadas de los vencedores. Las dos alas del ejército de Rivera quedaron fuera de combate, dispersas o aniquiladas. Después de hacer jugar convenientemente su artillería, Oribe mandó al centro cargar a la bayoneta. Fue la artillería de Chilavert y las infanterías de Lavandera y Blanco las que sostuvieron este último ataque, hasta caer en poder del ejército federal, juntamente con el parque, bagajes y caballadas de los aliados. En cuanto a Rivera, huyó del campo arrojando su chaqueta bordada, su espada y sus pistolas, todo lo cual se conservaba en el antiguo museo de Buenos Aires (1). Cuatro mil hombres que lanzó Oribe en todas las direcciones acuchillaron los restos de las caballerías aliadas”.
Y termina Saldías transcribiendo un comentario del general César Díaz en sus “Memorias”. “Aquí el general, temiendo más el riesgo de su vida que la tremenda responsabilidad de los soldados puestos a su cargo, se separó de su ejército cuando estaba todavía indecisa la victoria, dejando en el campo de batalla masas enteras que, con menos cobardía, alguna serenidad y algunas ideas estratégicas hubiera podido salvar…”.
Insólito, pues, el reproche (“…trompetas, se asen correr y pierden el poncho”) que en carta a su esposa descargará Rivera contra sus subordinados Blanco, Mieres y Aguilar porque, después de haber luchado bravamente, optaron por abandonar la pesada prenda en aras de aligerar sus fletes en medio de la forzosa retirada.
Al iniciarse ésta, el Jefe de Estado Mayor de Oribe, coronel Lasala, “…alcanzó a un oficial enemigo que llevaba una profanada y adulterada bandera Oriental y se la arrancó, hundiéndole la espada en el cuerpo” (2).
La persecución, comenzada casi a mediodía, duró el resto de la jornada, ya que abarcó unos 75 kilómetros a lo largo de la costa del río Uruguay, por un ancho de 40, no siendo extraño que en la misma el ejército de la Liga haya tenido elevada cantidad de muertos. Fue notoria, además, la impiedad con el vencido, exacerbada, como solía suceder, por el enardecimiento no atemperado con la dilucidación de la lucha, y aún por sordos sentimientos de venganzas nunca ausentes en estas contiendas. Esa misma venganza, esa misma guerra a muerte y ese “no dar cuartel” a que exhortaba el derrotado “Mascarilla” López antes de la batalla, excesos lamentablemente tan comunes en tiempos de guerra –y aún de paz- en ambas márgenes del Plata.
(1) A la caída de Rosas, Rivera reclamó la restitución de todas aquellas prendas a sus aliados –de las que será portador su yerno el coronel Lavandera- pero, recién días después del fallecimiento del caudillo, llegarán a manos de su viuda. Esta agradecerá la devolución de “…lo que habiendo pertenecido a mi esposo, había sido depositado allí como un trofeo por orden del dictador argentino” (El Nacional 6.2.854 y El Orden 8.2.854).
(2) Muy posiblemente la adulteración consistía en lo que una década después se denunciaba como “abuso generalizado”, de estampar en nuestra bandera un sol rojo “…en lugar del sol que debía llevar la bandera nacional según la ley que la estableció y ese abuso se ha visto aún en oficinas públicas” (El Comercio del Plata 2.2.854).
JORGE
PELFORT
“EL
PAÍS”
6
diciembre de 1992
No hay comentarios:
Publicar un comentario