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Dr. Julio Herrera y Obes |
En EL PAIS del pasado mes leímos una carta
del señor A.M.T., quien ensalzando la figura del Dr. Julio Herrera y Obes,
alude, entre otros ditirambos, a "...la
conducta intachable de tan preclaro ciudadano", en
apoyo a dos extensos artículos publicados en ese diario por el escritor Juan
Carlos Pedemonte.
Discrepamos frontalmente con los referidos términos, así
como también con algunos de los "méritos" que el señor Pedemonte
había adjudicado a su personaje. Por ejemplo, el de haber sido secretario del
General Venancio Flores en la guerra del Paraguay y concretamente, en la tan
desigual batalla de Yatay, de la que el cronista del diario londinense
"Evening Star" (24.12.65) nos narra que los prisioneros paraguayos
más jóvenes fueron vendidos como esclavos al Brasil y los restantes mil y pico "...después
de desarmarlos fueron degollados". ¡Vaya
galardón para el secretario del Comandante en Jefe!.
No voy a desconocer por cierto los méritos
cívicos posteriores del Dr. Herrera y Obes, luchando contra el despotismo del
General Lorenzo Batlle (por lo que sufrió su primer destierro junto con José
Pedro y Carlos María Ramírez, Delmiro De María, José Pedro Varela y otros), de
Latorre y Santos. Y conocemos, por supuesto, la inmensa dignidad con que
afrontó los últimos años de su vida.
Pero en cuanto a su actuación como gobernante -y es por ella que ha pasado a la Historia- Julio Herrera se comportó como los peores elementos que han desfilado por nuestra Primera Magistratura, frustrando las esperanzas de todo un pueblo que, por sus últimas posturas cívicas y su superior educación, tanto había confiado en él.
Batlle y Ordóñez, otrora encendido partidario de Herrera y Obes, vistos sus inicuos procederes, se convirtió como tantos, en uno de sus más acérrimos censores. He aquí alguna de sus acusaciones: "Se dictó una ley preparatoria del fraude que ponía en manos dependientes del P. E. la inscripción y los juicios de tachas; luego se hizo una inscripción fraudulenta agregada a la del Gobierno, que daba a éste gran mayoría (...). Pero en Canelones hubo un descuido: el fraude no alcanzó a dar mayoría al Gobierno. El Dr. Herrera y Obes ordenó que se llevara a su casa el Registro Cívico del departamento y bajo su dirección lo hizo reformar, agregando las inscripciones fraudulentas necesarias. No resultó electo un solo diputado que no hubiera tenido el beneplácito del Dr. Herrera y Obes. Es de aquel momento el telegrama publicado por inadvertencia en el diario oficialista y que decía: 'Hemos triunfado en lucha desigual de uno contra cuatro'.
El gobernante más ilustrado, que empero no trepidó en sentar su impúdica teoría de la "influencia directriz", aspiraba por medio de ella a designar su sucesor.
Escribe Batlle: "Todo
lo que se le ocurre para hacer valer su influencia directriz es el chabacano
atentado de Minas (el
famoso episodio del café frío), destruyendo la mayoría de los colegios
electorales por mano de la policía, con la prisión de los electores; es la
falsificación más grosera de los Registros Cívicos, es el fraude más descarado,
es estrangular el sufragio popular; es el arrojar a la cara de los electores,
tazas de café frío; es mandar a la barra de la Cámara a los guardia
civiles disfrazados, de golilla y de garrote, para servir de claque al
oficialismo. Pero receloso de que el fraude no baste para llevar a cabo
su obra cínica y desvergonzada, arma, a vista y paciencia de todo el mundo, el
brazo de los matones traídos de Buenos Aires para sus siniestros propósitos.
¡El civil, el pulcro, el sibarita Dr. Herrera, jefe supremo de los matones
políticos y de los basureros armados a Rémington!" (Ciúdice
y González Conzi, "Batlle y el batllismo").
Pero no fue sólo el fraude atentatorio contra el mínimo respeto a la voluntad ciudadana el único elemento de que se valió Julio Herrera para satisfacer su ego de mandón ilustrado: también prohijó el crimen político. Y nos referimos al sonado caso de la "Sociedad de Socorros Mutuos del Partido Nacional" con sede en la Unión.
Ante tan cínica violación de todos los derechos cívicos, un grupo de ciudadanos nacionalistas se reunía en la "Sociedad de Socorros Mutuos" con propósitos revolucionarios. Todo constituyó una chirinada organizada a espaldas del Directorio del Partido, encabezada por el Dr. Duvimioso Terra, siempre ávido de protagonismo, quien obtuvo la colaboración del Dr. Pantaleón Pérez, distinguido médico filántropo, fundado de la Sociedad.
El presidente Herrera, sabedor de la inconsistente conspiración, lejos de hacerla abortar sin más trámites, procedió a alentarla, logrando introducir en ella al coronel Klinger, a más de otros dos jefes de su confianza como los coroneles Roberto Usher, comandante del 4º de Cazadores (actual cuartel de Dante y República) y Valentín Martínez, comandante del cuartel de Artillería Ligera de la Unión. Al anochecer del 11 de octubre de 1891, denunciada la reunión de un magro grupo sospechoso malamente armado, el Presidente envió contra ellos a ambos cuerpos del ejército, estableciéndose un brevísimo como desigual encuentro en el que los revolucionarios tuvieron tres muertos y varios heridos, contra un muerto y dos heridos del lado del gobierno.
Don Julio había tenido al fin su Yatay
propio. Y hasta con asesinato de prisioneros. Pues el Dr. Pérez fue llevado
bajo arresto al Cuartel de Artillería donde fue muerto de un balazo en
circunstancias nunca aclaradas; ello no extraña demasiado desde que su jefe
tenía como antecedente el homicidio alevoso de Eduardo Bertrán en 1876, en plena
vía pública y por orden superior, cuando revistaba como Ayudante Mayor del
siniestro 5º de Cazadores según nos narra J. Fernández Saldaña ("Dicc.
Biogr."). Posteriormente, al concurrir don Manuel Cordones al cuartel con
el propósito de retirar el cadáver de su hijo Adhemar, muerto en el combate,
fue degollado en las inmediaciones "...entre
dos bárbaros sicarios del oficialismo" (A.
Schulkin, "Paysandú").
Y a medianoche, en plena avenida 18 de Julio, el Dr. Herrera disfrutaba de su menguada hazaña militar pasando revista a las huestes triunfadoras "...montado en un tordillo de su escolta, con sombrero de color y en la mano la fusta" (W. Reyes Abadie "Julio Herrera y Obes").
El Directorio de Partido Nacional, que rechazó toda solidaridad con la insensata aventura, repudió a la vez "...ese sistema tenebroso empleado por el Gobierno de provocar o alentar por medio de sus agentes propósitos subversivos o planes revolucionarios", para luego lucirse reprimiéndolos sangrientamente.
Ni aún en el ocaso de su vida política, el Dr. Herrera y Obes nada había aprendido. Su teoría de la "influencia directriz" que se auto atribuía en la designación de su sucesor, cuando gobernante (no olvidemos que su padre, Canciller de la Defensa, era acendrado monárquico) la seguirá sosteniendo más tarde, desde las columnas de "El Día" (enero de 1901). "No hay ni habrá ley alguna, no hay ni habrá gobierno que pueda hacer práctica la verdad del sufragio, cuando el fallo de las urnas es cuestión de vida o muerte para el partido gobernante. El instinto de conservación se sobrepone a toda consideración política y moral...El triunfo del partido gobernante en las luchas comiciales es condición necesaria del orden público".
¿Cómo es posible que el diario de Batlle,
furibundo anatematizador de la "influencia directriz" y de su
ideólogo, diera cabida a éste en sus columnas para insuflar nueva vida a la
hasta ayer repudiada doctrina? ¿Qué giro de los acontecimientos podía hacerla
potable ahora? Una llamada de pie de página de la "biblia" batllista
de Giúdice y González Conzi nos evita el trabajo de tirar de la punta de la
manta: "Allá por fines de
1900 (vaya coincidencia de
fechas) corrió el rumor de que
Batlle sería candidato a la presidencia de la República y que el Partido
Colorado se unificaría alrededor de su persona".
Lo que se enrostró antaño indignadamente al presidente Herrera Y Obes, podía tornarse conveniente en las futuras circunstancias. Y a la versión Siglo Veinte de la denostada doctrina se le retocará apenas el apellido, legitimándola como "influencia moral". Pero despojada del sincero desparpajo de don Julio, toda ella se verá reducida a "un sofisma descomunal" según Milton Vanger ("José Batlle y Ordoñez" p.260).
Para finalizar, y resumiendo el motivo
central de esta nota, no nos resulta pues lícito acumular universales
ditirambos en torno a la figura de un personaje de tan extensa actuación
pública en base a algún hecho enaltecedor, sí, pero episódico dentro de la
misma, haciendo abstracción absoluta de otros, abrumadoramente mayoritarios,
que nos lo muestran como elemento decididamente negativo para la sociedad cuyo
destino estuvo ocasionalmente en sus manos.
JORGE PELFORT
EL PAÍS
8 de noviembre de 1988
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