viernes, 7 de enero de 2011

"EL CACIQUILLO": LA IMAGINACIÓN Y SUS LÍMITES

Andrés Guazurarý (Andresito)
Diversos artículos publicados últimamente en EL PAÍS (Pivel, Narancio y el propio Maggi) en torno a aspectos vinculados al libro de este último “Artigas y su hijo el Caciquillo”, me indujeron a su lectura. Lo encontré un trabajo honesto, valiente, aportador, hablándose sin ambages de la juventud non- sancta del  Prócer, o bien de Santiago Vázquez como frustrado instigador de su asesinato, o con toda naturalidad del “genocidio de Salsipuedes”. Acusa al Archivo Artigas de haber atesorado sin publicar, como hubiere correspondido, muy aclaratorios documentos, actitud muy en concordancia –agrego yo- con la de Eduardo Acevedo quien, tras haber hurgado a discreción en los archivos bonaerenses, en su “Alegato Histórico” sentenció: “Es inútil echarse a buscar antecedentes en la vida de Artigas antes de su incorporación al movimiento activo del coloniaje y la independencia”.  Y arranca con él ya de 33 años, en 1797.

Para nada nos escuece tampoco la tesis de Maggi acerca de la paternidad de Artigas sobre el Caciquillo; nos asombraría, por lo contrario, que hubiese sido este su único hijo mestizo tras esos 19 años de vida nómade y semisalvaje.

Maggi, a Dios gracias no es historiador”, asevera para mi asombro en el prólogo de la obra el profesor Dr. Claudio Williman, agregando: “De haber sido historiador, se hubiera visto limitado por su propia formación a técnicas de interpretación de las cuales se siente liberado”.

Ahora bien. Para una mente nada académica como la mía, un historiador es alguien que ha estudiado las ciencias históricas sin verse por ello necesariamente limitado por desvirtuantes técnicas ni reglas ni padrones, ni tampoco prisionero de elemento alguno que le impida echar mano a su imaginación cuantas veces el caso lo requiera, como otro intelectual cualquiera. Lo que debe evitarse a todo trance, historiador o no  –ahí el peligro para quienes solemos escribir sobre historia y nos vemos obligados a entrar en el terreno de las deducciones o aún de las suposiciones frente a temas insuficientemente documentados- es hacer afirmaciones categóricas y definitivas en base a esas hipótesis.  Y peor aún: cuando lo que pretendemos deducir involucra aspectos ajenos a nuestros conocimientos, la imaginación derivará fatalmente hacia la fantasía o el delirio con los errores u horrores consiguientes.

Tal lo que sucedió con el Dr. Maggi en oportunidad del Bicentenario del nacimiento de Oribe (26.08.1992), cuando en “Radio Nacional” vertió ácidos conceptos sobre el homenajeado, después, sí, de haber reconocido muy asombrosamente (textual): “No lo conozco bien, no lo he estudiado lo suficiente”.

CUANDO LA IMAGINACIÓN SE DISPARA

Algo similar le ocurre a Maggi cuando imagina en “Artigas y su hijo…” los robos de caballos a las fuerzas de Sarratea en las noches del 16 de enero y 12 de febrero (equivoca este mes en pág. 146), perpetrados, según él, por el Caciquillo y sus charrúas en exclusividad. Extraña tan enfática certeza en algo que puede aceptarse únicamente como una más o menos razonable suposición. Más adelante diremos por qué.

Lejos de mi ánimo cuestionar la admirable baquía de los que, fueren quienes fueren, llevaron a cabo la maniobra. Empero, aunque los guardias serrateístas hubiesen sido seleccionados entre los que denotaran mayores deficiencias auditivas, de nada hubiese servido el silencio de los supuestamente indispensables “pies descalzos”, en medio del inevitable golpeteo de 10.800 vasaduras –ni vale la pena considerar las 2.800 pezuñas de bueyes- por más que hubiesen sido milagrosamente inducidos a marchar al tranco sin espantarse y sin relinchar, tres cosas que sólo nos atrevemos a acreditar a estos últimos.

Creer que gente tan extraña a su trato diario pudiese introducirse de noche y de a pie en medio de semejante caballada –doblemente excitada al percibir desde una buena distancia el poco familiar tufo de indio (o.c. pág. 24) y pretender aún que éstos se arrimaran “…trabajando sobre la oreja del animal”, ¡2.700 orejas! para imbuirlos de la consigna del absoluto silencio, únicamente puede imaginarlo quien jamás haya tenido el más mínimo contacto con caballos en vivo y en directo.  De lo contrario habría que pensar en una asombrosa irrespetuosidad hacia la capacidad  de discernimiento del lector. Como estamos seguros de que éste no es el caso, deseamos hacer conocer al autor que la única manera de que tales intrusos –con el agravante, precisamente de ser indios- pudieran aproximarse medianamente en la oscuridad a alguna oreja de aquellos desconfiados matungos sin causar mayor alboroto, tenía que haber sido necesariamente DE A CABALLO. Para lo cual hubiese sido totalmente indiferente lo verificaren pies descalzos o con zuecos.  Y por supuesto, sin las vanas pretensiones de trasmitirles consignas –máxime que nadie los supondría amontonados en un corral alimentándose de granos y forraje- pues “semejante tropa de 3.400 bichos” al decir de Maggi, para tratar de paliar en algo su crónico mal estado físico, ha de haber estado ocupando una extensión de campo considerable, aunque muy lejos de la necesaria, que serían unas 5.000 hás.

INDÍGENAS Y CABALLOS

Dar por sentado que todos los charrúas eran “…jinetes (1) muy superiores a los comunes” –se supone que la expresión involucra a guaraníes, guayaquíes, etc., e incluso al gauchaje blanco o mestizo criado a lomo de caballo- es afirmación a la que no hallo asidero. Eran sí maestros –al igual que todo aborigen cazador de la Platania como también de Norte América- para amansarlos y educarlos. Sabían que del entrenamiento de sus caballos podía irles la vida en la guerra y disponían para ello del tiempo suficiente –factor fundamental- pues sus mujeres hacían todo el trabajo restante excepto la caza.  En su toldería el indio vivía consagrado a enseñarlos y los resultados, ciertamente gratificantes, eran obtenidos mediante una muy bien administrada mezcla de rigor y afecto y, por supuesto, una infinita paciencia. En base a esa fórmula eran capaces de enseñar a sus pingos infinidad de cosas.  Menos, estamos, seguros, abstenerse de relinchar hasta nueva orden. No hay pues en el tema magia alguna, y linda con el desvarío pretender que los resabiados mancarrones del ejército de Sarratea reaccionaran ante la presencia de los indios tal como pudieran hacerlo los propios caballos de éstos.

CUANDO ATACA LA “POLILLA”

Entre las páginas 200 y 270 del tomo IX del Archivo Artigas, que Maggi manejó minuciosamente, no menciona sin embargo, un factor fundamental para comprender cabalmente las “franquicias” que, para quienes no creemos en brujerías, allanaron el terreno para ambos audaces operativos. Me refiero a lo que se conocía como “la polilla de los ejércitos”, es decir, la deserción.

Recordando que los robos de marras se produjeron el 16 de enero y el 12 de febrero, entresacaremos del mencionado tomo algunos párrafos de la correspondencia en torno a esas fechas, para aquilatar fehacientemente la disolución que minaba al ejército porteñista:

14 de enero 1813 –Tte. Cnel. Pedro Viera (el de Asencio) a Fco. X. de Viana: “…llegó a esta plaza el capitán de mi división don José Guerrero, uno de los primeros que fomentó la sublevación de las tropas para emprender su marcha para el ejército de Artigas… con todos los oficiales que acompañaron al referido capitán…”

22 de enero 1813 – Capitán Juan Pablo Laguna a Fco. X. de Viana: “…que los más de los mozos que podían servir en esta guarnición, sé que se han pasado para el ejército de don José Artigas”.

24 de enero 1813 – Dámaso A. Larrañaga a la Junta porteña (culpa a Sarratea por la discordia): “…tal cual acaba de hacernos ver la increíble deserción de las tropas que asedian a Montevideo y sus costas”.

7 de febrero 1813 –Sarratea a la Junta de Buenos Aires, se queja de que sus hombres,  amenazados según él por Artigas, “no vacilan un instante en buscar su amparo… del regimiento de Blandengues se han desertado cuarenta y  tantos en estos últimos días, algunos de ellos oficiales, y todos con dirección al campo de Artigas; y de los restos de la División de Don Baltasar Vargas (paraguayo, ex artiguista) sé que están igualmente contagiados y se disponen a desertar a la primera ocasión… eminente riesgo que corre el Ejército de Línea de padecer una desmembración considerable…incendio devorador que crece por instantes”. Y finaliza estimando que si se retira a Entre Ríos, le desertaría por lo menos un tercio de sus fuerzas.
        
El conocimiento de este hecho tan importante permite una lectura más afinada de la carta del mayor general Nicolás de Vedia, otro oriental al servicio de B. Aires, que Maggi transcribe (o.c., pág. 147). Con fecha 13 de febrero, ni bien enterado del segundo robo, pasa el parte de que los guardias “…habían sido sorprendidos por una partida de Artigas”, lo que significa en términos militares que fueron atacados por sorpresa y no que hombres, tropilla y boyada hubiesen pasado de puntillas entre los distraídos vigilantes; lo que corrobora al informar que los guardias del cuarto escuadrón “…han sido arrebatados, menos un dragón que pudo escapar… También se me avisa que los caballos pertenecientes al señor coronel y otros oficiales, han sido también llevados con los individuos de su custodia”.

Parece claro. Tuvo que haber fugaces contactos con parte de los guardias       –trabajando sobre la oreja de éstos, no de los caballos- que así pasarán a constituirse en los “llevados” y “ arrebatados” según el notorio eufemismo empleado por de Vedia. Y el que se negó y no tuvo la suerte de escapar, sin duda que murió en su puesto. Se podrá decir que estoy haciendo afirmaciones sobre una suposición. Claro que sí, pero una suposición fundada en la quemante realidad documentada, que da más pie a creer en la deserción de aquellos dragones, y no que hubiesen sido “arrebatados” como frágiles cautivas, tal cual si los atacantes no hubiesen tenido tarea más prioritaria y específica que cumplir.

Y vuelvo aquí a discrepar con el Dr. Maggi en cuanto a la exclusividad charrúa de la maniobra. Era imprescindible la presencia de algunos elementos blancos de cierta graduación, cuya palabra fuera capaz de suscitar la confianza casi automática del guardia sorprendido para avenirse a cambiar de bando.  No es creíble que la súbita aparición en plena oscuridad de un par de charrúas armados, champurreando guturalmente –en el mejor de los casos- un mal castellano, persuadiese a la adhesión espontánea, como debía serla, de los copados. Recordemos si no, por la pluma de Dorrego en el parte de Guayabos, el pánico y la consiguiente estampida que un escuadrón de milicianos orientales semidesnudos provocó en su ejército, porque “…la tropa los conceptuaba indios” (o.c., pág. 182). Y eso a plena luz del sol.

OTRAS CONSIDERACIONES

Creo que el exceso de imaginación vuelve a atentar contra el interesante trabajo del Dr. Maggi, cuando imagina a los charrúas marchar sobre Montevideo entonando La Marsellesa, porque “la fundación de nuestra nacionalidad pasa, necesariamente por París”. Se me representa –y que perdone la comparación- a Manuel Herrera y Obes redivivo en su “Estudio de la Situación” de 1847: “¡La Europa! La Europa ha sido para nosotros el libro abierto donde hemos aprendido nuestra existencia social… ideas que sirvieron a nuestra regeneración política…” (2) (Clás. Urug., Vol. 110).

Tampoco comparto esta teoría más bien efectista del “lejano Norte” pues, considerando la irrenunciable visión artiguista de la Provincia Oriental integrada con sus amados siete pueblos misioneros, Arerunguá se encuentra –y no se mire el “mapa uruguayo” que Maggi acompaña en su libro, sino el del Protectorado- en el centro geográfico de la Provincia, vaya casualidad, exactamente en ¡“el centro de nuestros recursos”! ¿Será  esa misma visión de “mapa uruguayo” la que le hace afirmar a Maggi (pág. 169) que la guerra federal culminó en el triunfo de Guayabos en 1815, con la caída de Alvear y el centralismo monárquico, como si éste no hubiese persistido en la otra banda del río Uruguay con exactamente las mismas trapacerías antifederales y pro monárquicas, de la mano de los cuatro directores que sucedieron al defenestrado Alvear?
Para finalizar, nada más ajeno a mi voluntad que molestar con todo esto al Dr. Maggi, a quien leo con interés desde que comenzó auspiciosamente a transitar la senda del revisionismo, el que confío hará extensivo a todos los aspectos y etapas de nuestra historia.

(1)                  La palabra “jinete” tiene un significado distinto en nuestra campaña al de la acepción ciudadana, que es la que se ajusta al diccionario: “El que cabalga. El que es diestro en equitación”.

Si bien un “maleta” jamás podía llegar a ser un caudillo, es absolutamente ridículo machacar con el sonsonete –como lo hace más de un historiador- que alguien llegase a dicha jerarquía por “su destreza en dominar al caballo” o por su habilidad en las faenas rurales, en tiempos en que todos andaban a caballo diariamente desde un par de años después de aprender a caminar.  En la materia, las mínimas diferencias, que siempre las habrían, no podían ser determinantes en tal sentido. Claro que siempre hubo quienes se destacaron netamente en alguna especialización, ya como pialador, ya como “jinete” pero en la acepción gauchesca del término: “diestro en aguantar los corcovos de los baguales”. Cosa diferente a ser “muy de a caballo”. Y el mejor sableador o lancero de caballería, bien podía así, no  ser buen “jinete”.

(2)                  No olvidemos, que para quienes así pensaban, Europa recién comenzaba al norte de los Pirineos.

JORGE PELFORT

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